lunes, 6 de mayo de 2019

Massonier tiene sus razones

Presentación de Documental por Rafael Cuevas 


El mundo es un ojo de buey 
mirado por un ojo de buey 

Elvira Hernández 



En 1903 llega a Valparaíso Maurice Massonier, uno de los tantos comerciantes dispersados por el globo con un cinematógrafo de los hermanos Lumiere, o uno pirata igualmente funcional. Dada la venta masiva del equipo unos años antes, no era raro el emprendimiento individual de franceses avispados con la novedad que traían entre manos, así que aparatito al hombro y vamos a recorrer el mundo. La naturaleza misma del técnico viajante, como el éxito que tenía la exposición de vistas y cuadros de costumbres, nos da a entender el éxito de la representación burguesa del mundo, de su relación y dominio tanto sobre lo exótico como sobre lo familiar, alegremente dispuesto en salas de teatro. Así llega Massonier al puerto, después de un exitoso paso por Santiago. Luego de algunas exposiciones a teatro lleno, Massonier decide producir un filme de costumbres locales, para que los locales paguen por verse. Una pequeña estrategia comercial. El resultado de este emprendimiento, “Un paseo en Playa Ancha”, realizado el 08 de enero, es el registro fílmico más antiguo realizado en Chile. 

Al centro, la multitud de parejas bailando cueca. Al fondo, el público arde en miradas nerviosas y cantos. Demoran la vista tanto en el baile como en el artefacto que los registra. Corona la multitud, en medio del público, el huaso soberano sobre la velocidad de su caballo, antes de desmontar y unirse al baile, en primer plano. Una tela al costado derecho, sostenida por curiosos y sonrientes, indica el lugar y la fecha del acontecimiento. En el plano se cruzan paseantes, animales, hombres cargando asados, todo expuesto de frente por consideración a lo que registrará el lente. Toda la estampa late por su autoconsciencia, notoria en el vaivén rústico de una cueca filmada, en el caminante que no sabe hacia dónde mirar —o sabe exactamente hacia dónde mirar— y mira hacia la cámara, en aquel que pretende mostrar un cartel un instante antes de ser golpeado y quitado del cuadro, en una pelea también ensayada y dispersada por fuerzas del orden. El cinematógrafo grita su ansia de ver expuesto, y los ojos de la comunidad se abisman en él, viéndose entonces a sí misma. El filme, cuya producción congregó a más de 100 personas, fue un éxito comercial y se lo considera de gran valor patrimonial. 

De inmediato vemos que el registro documental sabe de controles. Hay un concierto cultural que ejecutar, una performance que desplegar sobre el espacio y sobre la naturalidad de eventos, por lo general, cotidianos. Massonier, imposibilitado de hallar el instante, lo recrea. El evento ya no es el asado propiamente tal, la cueca propiamente tal, la fonda a principios de enero. La cámara altera la singularidad del gesto. El evento es la cámara frente al evento. Una fonda a principios de enero para la cámara. La efervescencia del baile, de la jerarquía huasa marcando presencia, de la trifulca, de la fuerza policial restaurando el orden, todo lo que se pensó como costumbre, puesto de frente para la cámara. Y entonces un ojo contra ojo. Ver y ser visto. Verse siendo visto. Verlos siendo vistos. 

Impulsado desde sus orígenes por lo contingente, ya fuesen las catástrofes económicas estadounidenses o los cuadros de monarcas de los hermanos Lumiere, el documental se enfrenta a la realidad reivindicándola y con una actitud moral específica. Hay comerciantes, antropólogos, revolucionarios, cada uno con su propia forma de mirar y sus razones para hacerlo. Massonier tenía las suyas. No tardó en vender el cinematógrafo, retirarse en el Uruguay y dejar cuantiosa descendencia. 

Documental es un libro que sabe esto perfectamente. Sabe que hay razones para mirar, sabe que la mirada es ante todo una vía, un camino que exige a quien mira y que eventualmente es capaz de develar o incluso reordenar el montaje de lo mirado. No hay imágenes puras, pero estamos repletos de imágenes comunes. Conviene recordarlo en países saturados de falsa información y peligrosas idolatrías. El libro se hace parte de esa disputa por la imagen y su veracidad; una larga interrogación a lo real. 

Ya desde la novela Los bigotes de Mustafá, ambientada en el año del Plebiscito, ha sido esta la tónica en los libros de Jaime Pinos. Insistir una y otra vez en lo único que no está bajo el control de quien hace un documental: la historia. Pinos, como alguna vez recomendara Didi-Huberman, eleva el pensamiento hasta el enojo de negarse a la violencia que el mundo impone, y hace de ese enojo una tarea: denunciar esa violencia “con toda la calma y la inteligencia que sean posibles.” 

La tragedia nacional pretende darse por concluida. Documental pretende pillarla en esos lances, exponerla en su repliegue espectacular, y desmontarla sobriamente por todos aquellos que estén dispuestos a oficiar de testigos, para así insistir en su funesta actualidad. Esa realidad que tan evidente nos parece solo ostenta la evidencia de una planificación merced a la cual nos es presentada. Siempre hay, en primera instancia, un Massonier y sus razones. 

Es con esta convicción que Jaime Pinos escribe: 

“hay que aprender a usar la cámara 
como si fuera un ojo en el corazón” 

En el caso de Documental, la cámara late antes de despertar. Hay una ética incontrastable que atraviesa todo el libro. El pulso destina a la mirada. Es la de los afectos, la de las reuniones familiares, la de las conversaciones entre seres queridos. Por ahí empieza el trabajo de campo, por ahí la desmantelación de las grandes imágenes oficiales echando luces sobre la cotidianeidad. La denuncia, así de serena e imperturbable, solo puede elaborarse desde la ternura, desde la indignación multiplicada en los rostros muy particulares, de nombres palpables, de cada una de las víctimas. 

“Se corregirán los libros escolares”, se lee en el segundo poema, una página antes de hacernos sintonizar con el bombardeo de Radio Corporación. Brevemente, como una señal agarrada al vuelo, de manera incidental, nos estalla tanto la palabra escrita como la garganta radial súbitamente acallada. Poco a poco los hechos se van oscureciendo, del desastre solo queda el desastre y no la elaboración del desastre que, como se dijo alguna vez, siempre es cosa nuestra. 

Los llamados “montajistas de lo Real” abundan, elaboran tramas, personajes, situaciones, desenlaces alrededor de los hechos, desvíos hacia caminos sin salida. El libro adopta la entereza del testigo porque el solipsismo es una estrategia que traza más fugas de las que clausura y rara vez carga con sus muertos. El material del documental, el dato que no se discute, es decir, la prueba, alcanza una importancia total frente a las pruebas del adversario, al tejido de su montaje. De allí la prioridad del documental, escriben los documentalistas argentinos Solanas y Getino. Una imagen documental puede: “absorber en la situación neocolonizada un juego de ficciones e incluso alusiones cuando ellas no se encarnan visiblemente en una realidad concreta.” 

El fuego presente a lo largo de Documental, el incendio imparable de la violencia y la explotación, es también la tensión de su verso. El libro reconoce la dialéctica, identifica un enemigo, responde frente al montaje con un montaje a contramano. Cae Elenin, la Dictadura es borrada de los libros escolares, se bombardea Radio Corporación. El libro está repleto de estas tensiones, de esta ansia por vincular lo aparentemente lejano, a través de registros varios, diseños de tipografía, imágenes documentales. Traza un tejido de conexiones a través de victimarios, víctimas, testigos. 

Al igual que Elvira Hernández en La Bandera de Chile y en ¡Arre! Halley ¡Arre!, o que Enrique Lihn en La Aparición de la Virgen, el libro busca dinamitar el aparato comunicacional de la dictadura y su perdurable herencia. Y lo hace enfocándose, principalmente, en quienes vieron. Busca ojos amigos, busca ojos enemigos. De allí que tengan especial relevancia nombres como Hugo Araya o Juan Maino: miradas comprometidas con los materiales de la posteridad. Accesos de luz que, en tanto discursos de lo real, “conservan una responsabilidad residual de describir e interpretar el mundo de la experiencia colectiva”, como escribiera el crítico de cine documental Bill Nichols. Consciente de esta responsabilidad y vértigo, el libro descree de la ironía —su lectura de Parra y Lihn es, en este sentido, a contrapelo—. Su seriedad proviene de la atención. Pareciera seguir a David Foster Wallace cuando escribe: “la ironía resulta singularmente poco efectiva cuando se trata de construir algo que sustituya a la hipocresía que desacredita.” 

El libro nos recuerda que la poesía documental —consideremos que este libro es de aquellos que desnudan su propia poética— se escribe con materiales a la mano, con materiales encontrados, con registros de último minuto, con los breves instantes que podrían encapsular el tono de un momento histórico, como el registro de Pedro Chaskel a los aviones bombardeando la moneda, agazapado en el baño de su suegra. 

Abundantes en máximas, recordatorios y apuntes que parecen destinados al propio libro, al propio poeta, al propio brío de seguir adelante, Documental también se deja abrir como una preocupación para la posteridad. De allí la importancia de la presencia de la hija, que anuda de manera definitiva el compromiso político y estético con el compromiso afectivo. La seriedad del libro solo puede entenderse como la expresión radical de su dulzura. La persistencia, la insistencia, el volver, una y otra vez, sobre los mismos versos, los mismos temas, es una forma de retransmisión radial, hacia el futuro, hacia la posibilidad de ser reciclado, de ser material a mano de otras miradas ansiosas de construir un tejido social, de develar la banalidad tras el montaje cotidiano de lo real, y con ello develar los intereses económicos, y con ello la explotación, y con ello la represión, la bota sobre la cabeza y el culatazo en las costillas.


Leído el 26 de octubre de 2018 en Concreto Azul Libros, Valparaíso





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