lunes, 13 de julio de 2015

Yeguas del Kilimanjaro de Rolando Martínez

Una pornografía fugaz


Ginger Lynn, Kay Parker, Traci Lord, Tory Welles, Stacey Donovan. Algunos nombres de la galería de antiguas actrices porno que se despliega en este libro. Las heroínas perdidas de ese imaginario erótico, y de esa industria, en su época dorada. Golden years. Pornografía designa un argumento, no una cosa, escribió Walter Kendrick en su libro El museo secreto. Los textos de este libro podrían leerse como archivos de ese museo secreto. Como el argumento de una película para adultos (adults only) que hace de estas imágenes, de estos retratos, una posibilidad de recobrar la memoria de una época y la educación sentimental que esta prodigó o perpetró a quienes crecieron en ella. El Chile de los ochentas, en este caso. El espacio que dibujan estos poemas como el lugar donde se enfrenta el sexo y la nostalgia, como escribe Rolando Martínez en uno de sus versos. 

Steven Marcus describía la pornografía como un género fundado, esencialmente, en la eliminación progresiva de toda realidad social. Una eliminación cuyo objeto es alcanzar ese estado extático que él llamó la Pornotopia. Ese estado donde ya no hay ni tiempo ni espacio más que para el sexo. Ese lugar donde, fuera del mundo real, nunca hay un dolor de muelas ni un arriendo por pagar. Desde cierto ángulo, lo que hace Martínez en este libro es justamente revertir ese aislamiento. Transgredir el espacio separado del porno, su existencia en el vacío, y transformarlo en una metáfora del recuerdo. Convertir el relato pornográfico, su recreación poética, en una herramienta para comprender la biografía, la propia experiencia de la historia y sus contextos.

Algunos comentarios breves sobre cómo opera en el libro este ejercicio de pornografía situada, esta confrontación entre sexo y nostalgia de que habla el autor.

Una pornografía situada. Una poesía que data sus textos con precisión, como es el caso del poema dedicado a Ginger Lynn, al inicio del libro: 1983, el año del cerdo. A continuación, el retrato de la actriz se entrevera con la crónica de sucesos y referencias alusivas a esos años. El cubo de Rubik, la aparición de Nintendo, la venida del papa Wojtyla, los lentes Ray Ban, películas, series de televisión. Lo mismo en el poema dedicado a Traci Lord: año 1984. Cruce de estos retratos con la crónica histórica y cultural de una época en un intento por hacer una minuta de los días. 

Rueda el mundillo/sobre el eje de un cabezal dice el primer verso. Un mundillo filmado en formato análogo. Un mundillo de videocasetes distribuidos con sigilo en los pasillos más discretos del videoclub. Un cine anterior a la tecnología digital e internet: cintas magnéticas de viejos VHS/arrumbadas sobre cajas de cartón/perdiendo lentamente/su delgada franja de erotismo. La reiterada referencia a ese soporte técnico obsoleto, el VHS, es también una forma de contrastar esa época con la nuestra. Una época bien distinta a ésta donde la pornografía es un caudal saturado de imágenes, siempre disponibles en la red para el consumidor. En nuestros días, cada deseo tiene su imagen. Imagen a la que es posible acceder sin salir de casa, mediante una tarjeta de crédito y un simple cliqueo. Poco queda de las antiguas ficciones, del glamour oscuro de ese porno ochentero. Más que ficciones, la obsesión del porno actual es la realidad: tiempo real, personas reales. La nostalgia por ese mundo perdido de la ficción pornográfica es aquí la constatación de que el tiempo huele a cabezales sucios. 

Quien recuerda aquí es un televidente. Alguien que lo hace frente a la pantalla de un televisor. Como se dice en un poema, Memoria: el televisor encendido/luego del cierre/un rayo catódico que anida/en la fina comisura de la noche. O en otro de sus versos: Profeso una memoria del color/de un rayo catódico. Ese color. El de la mediación omnipresente de las pantallas. Las luces encandiladoras del espectáculo que ha colonizado la vida cotidiana ya casi por completo. Imágenes, rayos catódicos, en todo momento, en todo lugar. La poesía en una sociedad donde La luz de toda una galaxia/es capaz de penetrar/la escasa forma de un televisor. Frente a esa luz que enceguece, otra luz. La luminosidad tenue del recuerdo, la luz escondida de la memoria: porque donde algunos proclaman pasajes del ayer/yo repito golden years/sí señor:/hay porno y luz/en la memoria.

Qué fue de aquellas niñas transparentes/capaces de frenar la luz (…) ¿dónde estarán las yeguas/ invisibles/ del Kilimanjaro? Este libro se juega por responder esa pregunta. Enfrentamiento del sexo y la nostalgia, escribe Martínez. Para la poesía cualquier cosa de este mundo puede ser la magdalena de Proust. Aún esta galería de estrellas muertas, este mundo obsoleto como las oscuras cintas del vhs.

Qué es la poesía/acaso/sino el vaivén de/una gastada felatriz en que apeándonos del sol/nos refugiábamos a ver pornografía/mientras los rayos catódicos/llovían sobre las carencias/retratando lo difícil que es la vida/allá fuera. Esa pornografía como un refugio para capear la lluvia incesante de los rayos catódicos. Como una manera, poesía mediante, de recuperar el tiempo perdido de la inocencia. Un tiempo que se desvanece como la imagen borrosa de estas actrices. Una manera de fijar, al menos por un momento, esa vida que se escapa. De comprender la débil sintaxis del tiempo

Las nieves en la cima cuadrada del Kilimanjaro se derretirán pronto, desaparecerán en los próximos veinte años. Igual como terminará por desvanecerse el mundo que sirve de metáfora a este libro. La verdadera poesía se escribe sabiendo eso. Sabiendo que la memoria no podrá retener casi nada. Que desapareceremos como lo hizo en su día Bambi Woods. Que nosotros mismos estamos condenados a la fugacidad. Que debemos no sólo aceptarla sino hacernos parte de ella. Tal como escribe Rolando Martínez en este bello libro: Candie Evans en escena escribía/poemas/y yo en estos versos/tan sólo una fugaz pornografía.

Yeguas del Kilimanjaro
Rolando Martínez
Poesía
La Liga de la Justicia Ediciones. 2015.