miércoles, 29 de mayo de 2019

El extraño caso de La Calabaza del Diablo / 2000



Quisiera comenzar dando las gracias a la Fundación Letras de Chile por su invitación a participar de este encuentro. No son muchos los espacios para el dialogo entre los escritores, lectores, editores y libreros. Menos aún para la expresión de proyectos emergentes como el nuestro. Este encuentro contribuye, sin lugar a dudas, a revertir la distancia y a la incomunicación entre los protagonistas de la creación y la difusión literarias. Pero, sobre todo, reafirma una comprensión de la literatura como experiencia e invención colectiva. Como una forma de convivencia, cooperación e intercambio. No es un aporte menor en un país cuya literatura, como tantos otros ámbitos de su vida social y cultural ha ido contaminándose, paulatinamente, del individualismo y la lógica de la competencia impuestos por el mercado. 

Como de experiencias se trata, voy a intentar reconstruir brevemente el itinerario que hemos recorrido como proyecto editorial y como revista. 

La Calabaza del Diablo inauguró sus maléficas actividades editando una saga de tres libros de poesía a principios del año 97. Tres poetas jóvenes, los tres porteños: Rodrigo Cerezo, José Miguel Soto y Manuel Pellegrini. Publicados en pequeñas tiradas de 100 ejemplares, los libros corrieron de mano en mano, sobre todo en los poetas nuevos del mismo puerto. 

A la sazón, Marcelo Montecinos y yo terminábamos nuestros estudios de literatura en la, por esos años de la pos dictadura inmediata, muy alicaída Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile. Discutíamos la posibilidad de editar la novela que yo acababa de terminar. La publicación de esta primera novela bajo el mismo sello, y cierta efervescencia escritural en nuestro entorno cercano, nos fue abriendo la perspectiva de un trabajo más sostenido y más sistemático. 

Marcelo había iniciado el trabajo de las ediciones siguiendo la tradición inaugurada por su padre, el periodista Guillermo Montecinos, fundador de la imprenta familiar. Una tradición que vinculaba el pequeño taller de la imprenta Caligrafía Azul, en el barrio de Avenida Matta, con escritores y poetas que acudían allí para conversar sobre o humano y lo divino e imprimir sus libros. Eran los años negros de la dictadura. Esos años en que el gesto vital y subversivo de la literatura era sostenido a pulso, a pesar de la proscripción y la precariedad, por escritores como Enrique Lihn, José Angel Cuevas y tantos otros cuyos textos fueron impresos durante esa época en la máquina Multilit de ese taller. 

Finalmente, junto con la edición de mi novela a fines del 97, decidimos asociarnos formalmente e intentar juntos la construcción de un proyecto editorial que privilegiara la publicación de los autores más nuevos. 

El panorama ante nosotros no era nada alentador. Salvo escasas pero valiosas excepciones, las editoriales existentes no demostraban el menor interés por el trabajo mayoritario de la nueva promoción de escritores. En cuanto a la narrativa, y en el contexto de esa ficción llamada Nueva Narrativa Chilena, las grandes editoriales seguían promoviendo una literatura joven cuyos estereotipos eran validados por su éxito comercial antes que por una dudosa representatividad generacional. La poesía joven, en tanto, como ya es tradicional en este país de poetas, continuaban publicándose en la indefensión y la pobreza, a menudo franciscana, de la autoedición. 

Sin embargo, a medida que el proyecto fue difundiéndose y los primeros libros editados fueron circulando, nos encontramos con otros escritores jóvenes que compartían con nosotros varias cosas. Primero, la necesidad de difundir su trabajo y la falta de expectativas respecto a un medio editorial cuya vocación literaria había sido reemplazada, en la mayoría de los casos por la mercadotecnia. Segundo, cierta distancia del medio literario establecido. Cierta desconfianza frente a aquellos escritores que, aceptando el nuevo orden de cosa, empezaban a demostrar una frívola complacencia ante la instalación de una escena literaria desprovista de toda capacidad crítica y de una literatura orientada al divertimento y justificada por el consumo. 

Pero, sobre todo, nos fuimos encontrando con autores de nuestra generación que compartían con nosotros la intención de confluir en un proyecto colectivo. Un proyecto que, protagonizado por los propios escritores jóvenes reivindicara el libre ejercicio de esa forma de buscar y reinventar la realidad que llamamos Literatura. 

Asi durante 1998, aparecieron a la luz el libro de poemas de Enoc Muñoz y las novelas de Roberto Contreras y Javier Gallardo. 

Paralelamente, iniciábamos nuestras primeras experiencias en la distribución de nuestro material por las librerías de Santiago. De más está decir que, en un principio, en muchas partes fuimos recibidos con tal perplejidad, que parecía que en vez de libros estábamos ofreciendo un par de hipopótamos. Las grandes librerías, cuyo negocio a estas alturas son más bien los manuales de autoayuda y los libros de marcianos, no demostraron mayor interés por nuestra lista de autores, todos perfectamente desconocidos. Sin embargo entre u rechazo y otro, fuimos estableciendo relación con los libreros más antiguos y, poco a poco armamos una red de pequeñas librerías donde empezaron a circular nuestras ediciones. Fueron los viejos libreros quienes acogieron primero nuestro esfuerzo por difundir el trabajo de los escritores más nuevos. Libreros que comparten, más allá del lucro, el mismo amor y el respeto por la literatura y los libros. Libreros como Vallejos o Ferrero, fallecidos recientemente. O Mario Llancaqueo, en Valparaíso. 

La obtención de dos menciones honrosas en el Premio Municipal de Santiago de ese mismo año trajo consigo las primeras notas de prensa para el sello. Al principio estábamos un poco desconcertados. La verdad es que no esperamos mucho de una prensa que nos parecía bastante insensible respecto a la contingencia literaria chilena. Sin embargo, nos fuimos encontrado con algunos periodistas que, muchas veces, a contrapelo de jefes y editores, se jugaban por dar a conocer lo que se estaba publicando fuera de los circuitos as comerciales. Agradecemos de paso el riesgo y la confianza de esos periodistas, algunos de los cuales ya son nuestros amigos, que nos han ayudado difundir este empeño a pesar de la escasez de espacios y la evidente falta de interés de la mayoría de los medios. 

Vinieron nuevos libros. La publicación de dos poetas jóvenes: Carlos Soto y Piero Montebruno. De tal forma, al cabo de tres años, las ediciones de autores jóvenes van sumando nueve y los proyectos se multiplican más rápido que las destrezas y las capacidades. Difícil dar abasto. Por que sobran las ganas y el talento en una nueva promoción de narradores y poetas que busca hacerse oír y leer. Una promoción, que ante la nula receptividad del mercadeo literario, ha empezado a construir canales propios para dar a conocer su trabajo. La Calabaza del Diablo es parte de ese esfuerzo y de ese entusiasmo. 

La próxima aparición bajo el sello de la novela Corazón tan puto, de Martin Güiraldes, Premio Alerce de la SECH el año 98, reafirma nuestra intención de promover el trabajo de la nueva generación de escritores. 

Sin embargo, el énfasis original del proyecto en la difusión de nuevas voces se vio enriquecido por dos encuentros. Digo encuentros por que ambos tuvieron que ver algo con la casualidad y los buenos astros. 

El primero de ellos fue el inicio de nuestra amistad con Ramón Díaz Eterovic. Una amistad que empezó el 97, con su lectura atenta y sus valiosos consejos sobre mi novela, aun inédita por esas fechas. Una amistad que, además de la publicación bajo el sello de su novela Nunca enamores a un forastero, nos ha reportado enseñanzas profundas y, sobretodo, la posibilidad de contactarnos con al menos una parte de la gran tradición de la literatura chilena. Porque a través de él, en noches de conversa entre uno y otro trago, nos fuimos enterando de cómo eran las cosas en el bar de los poetas legendarios. Con Tellier y Cárdenas presidiendo la mesa del vino y la poesía. O de cómo fue posible apuntalar, en medio del horror y la tristeza de los años negros, una pequeña ventanita de luz y poesía que se llamó La Gota Pura. O de cómo los autores jóvenes se las ingeniaban para hacer sus libros en pequeñas imprentas, entre gallos y medianoche, y los echaban a correr por las calles, de mano en mano, de lector en lector. Cosas así. Cosas que se hablan de una época tan distinta. Una época, no tan remota, en que había menos reflectores, pero también más pasión y más locura. 

El segundo encuentro reafirmó entre nosotros la convicción de ir a las fuentes, de conocer la experiencia de quienes nos han precedido. El trabajo de edición de Maxim, del poeta José Angel Cueva, nos abrió nuevamente ese acceso. Conversando con él nos asomamos a un país donde la poesía era escrita al ritmo de la fiesta, la revolución y el rock and roll. Pero también conocimos de primera mano el testimonio de un sobreviviente y un testigo de la devastación de ese mundo y la fundación de un país ocupado. 

Les agradecemos profundamente a ambos su confianza y su apertura. El haber confirmado en nosotros la idea de que la buena literatura es una cuestión de fe, de trabajo y de persistencia. Estamos convencidos de que la suerte de nuestra generación se juega, en gran medida, a propósito de estas confluencias que nos salvan del olvido, la orfandad y otras soledades. 

Finalmente, voy a referirme a la revista, que paralelamente a la edición de libros, hemos venido publicando desde hace dos años. 

El primer número de la revista La Calabaza del Diablo aparece en noviembre del año 98. Desde entonces van ocho ediciones de esta revista con pinta de diario que hemos logrado distribuir principalmente en librerías, con un tiraje de medio millar de ejemplares. 

La Calabaza del Diablo no es solo una revista literaria. En sus páginas, los escritores y los libros ocupan un lugar central. Sin embargo, hemos intentado abrirnos también a otros lenguajes y a otras escrituras. De tal forma, La Calabaza del Diablo es también un espacio abierto para el periodismo joven. Parte importante de su redacción y de sus colaboradores son jóvenes periodistas que buscan expresar sus crónicas de estos días con un lenguaje nuevo, vivo. Distinto al sonsonete monocorde que han impuesto como prensa el escandaloso monopolio mediático que vivimos en el país. 

Un monopolio que desmiente, o al menos contradice seriamente, los supuestos avances democratizadores de los últimos años. La democracia está basada, supuestamente, en la libre circulación de las ideas y de las palabras. Cuestión bien difícil cuando la existencia de una prensa independiente se ve truncada a medio camino entre la zozobra económica y el control de los grandes consorcios. Nuestra revista se plantea como una contribución a la apertura del espacio autónomo, donde la creación y la palabra puedan expresarse sin más compromisos que los propios. Donde se restituya a la escritura su calidad de gesto libre y libertario. Independientemente del poder, del dinero o de os gobiernos, y cuyo sentido está radicado, exclusivamente, en la comunicación y la conciencia de escritores, periodistas y lectores. 

También la fotografía, el diseño, así como el registro de las nuevas expresiones en otros ámbitos del arte y la cultura, forman parte de nuestra búsqueda. Pero, tal vez, lo que defina mejor a nuestra revista es su vocación crítica. La Calabaza del Diablo expresa la incomodidad, cuando no la indignación, de un grupo de escritores, periodistas y artistas jóvenes frente a un país que se debate lastimosamente entre la amnesia, la insolidaridad y la corrupción. Cada edición intenta ser una respuesta y un desafío. Una demostración de vitalidad frente a todo lo mórbido que nos depara esa tragedia cotidiana que sigue siendo para los más de este país. Escribimos y creamos con esa conciencia. Desde esa conciencia. No somos irreverentes, porque nunca la reverencia ha sido una posibilidad para quienes crecimos en dictadura y en los años recientes, hemos conocido la triste degradación a que conduce el pasotismo y la obsecuencia frente al poder. Lo nuestro, y hablo tanto de la revista como del trabajo de las ediciones, tienen que ver con otra cosa. Este proyecto mefistofélicamente denomina - do La Calabaza del Diablo, tiene que ver con la tentativa de un grupo de gente joven por vivenciar y comprender el oficio de escribir y la literatura en su sentido más radical. En el sentido de los grandes escritores y periodistas, en el sentido de los grandes libros y los medios que han hecho historia. Como el desafío de conjugarla realidad con las palabras. De reinventar el hombre, la época y el mundo. De vincular la vida con el ámbito de las imaginaciones. 

Todo lo anterior no deja de sonar un poquitín maximalista frente a los contornos de la actual escena; frente a un país cuya vitalidad cultural continúa deprimida ahora a manos de burocracias y mercadeos; frente a un medio literario bastante perdido en la parafernalia de los rankings y best sellers. Demasiado abandonado a un individualismo que se va volviendo crónico y a las exigencias del éxito inmediato. 

Lo que asomamos en medio de esta escena miramos entonces hacia los que vinieron antes. Hacia aquellos que hicieron de este país un país de grandes escritores y de grandes libros. Intentando pesquisar no solo su palabra, sino también su compromiso vital e irrenunciable con la dignidad del oficio de escribir y de la literatura. Escritores como González Vera, Manuel Rojas, Pablo de Rokha, o Carlos Drogett. Los protagonistas de esa historia que Filebo llamaba la literatura secreta y cuya experiencia nos habla a los nuevos desde el signo radical de una escritura apostada a revelar la realidad de este país. Una tradición que, sentimos, respalda nuestro intento. Que reafirma nuestra convicción de que un escritor es tal, solo si su empreño esta en reunir la vida con esta utopía que es la literatura. En convertir el viejo juego imaginario de las palabras y los libros en un continuo llamamiento a la libertad total del bicho humano. 



Texto leído en el Tercer Encuentro de Escritores por el Fomento del Libro y la Lectura. Biblioteca Nacional. Octubre de 2000



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